terrible robo

es un chiste conocido, pero no he podido resistirme a meterle mano

La otra noche noté que había intrusos merodeando por el jardín de mi casa. Me levanté y permanecí a la escucha, hasta que vi, a través de la ventana del baño, una silueta sospechosa que maniobraba tratando de entrar por un lateral.

Como mi casa es muy segura, con protecciones de todo tipo, alarmas, perro mecánico asesino y seis matones en la planta baja, no me preocupé demasiado, pero estaba claro que no iba a dejar al ladrón ahí, sin hacer nada, sin más ni más, para que me rayase la laca de la ventana o causase cualquier otro desperfecto de esos tan enojosos y que tan mal tono dan a las mansiones modernas.

Llamé a la policía, informé de la situación y les di mis señas, apremiándoles para que se personasen cuanto antes. Me preguntaron si el ladrón estaba armado; de qué calibre era el arma; si estaba solo o acompañado o si ya estaba dentro de la casa. Aclaré que no sabía, pero que, en cualquier caso, el asunto era ciertamente urgente, pues temía por mi integridad y, lo que es peor, por la integridad del lacado de mis ventanas, aunque esto último creí mejor no decírselo, pues tengo entendido que, entre esta gente del orden y demás, hay mucha envidia.

Luego me preguntaron que quién era yo y que a qué me dedicaba; les di toda la información y me indicaron que permaneciese a la espera, que iban a comprobarlo. Permanecí a la espera un tiempo que se me antojó excesivo; iba a colgar cuando me atendieron de nuevo, ahora para decirme que sí, que yo era yo, que de eso no había duda, aunque no estaba claro si el que llamaba, o sea yo, era yo o era otro u otros que se estaban haciendo pasar por mí, es decir, que yo fuera el ladrón, suplantándome a mí mismo desde mi propio teléfono, todo ello con nocturnidad y con oscuras intenciones.

Ciertamente no pude menos de darles la razón, pues aunque yo fuese yo, el modo en que les hacía ver mi identidad no garantizaba gran cosa. Me temí lo peor. No obstante, aunque con cierta displicencia, me pidieron que me tranquilizase, que, si bien era muy posible que yo, o sea, alguien haciéndose pasar por mí, estaba utilizando fraudulentamente mi propio teléfono para hacer ver que era yo denunciándome a mí mismo, de momento no había ocurrido nada, es decir, no se había producido delito mayor o similar desajuste y, por otra parte, tampoco disponían en ese momento de una patrulla que pudiese acercarse para examinar detenidamente los hechos; por lo demás, y tan pronto como les fuera posible, harían por enviar a alguien para que llevase a cabo una inspección ocular u otra maniobra de mayormente acercamiento y análisis somero...

Yo di la cosa por zanjada, pensando para mis adentros en poner sobre aviso a los guardaespaldas, para que diesen un susto leve al intruso. Fue entonces cuando el agente con quien comunicaba me preguntó si pertenecía a alguna minoría étnica, o si me pegaba mi mujer, o si sentía deseos sexuales extraordinarios, incluyendo zoologías y otras ortopedias; también y en el caso de tratarse de otro haciéndose pasar por mí, si tenía cartilla de la seguridad social; todo ello, sin duda, podía apresurar la intervención de las fuerzas del orden, dada la clara condición de alarma social que ello aparejaba, no descartándose la posibilidad de interponer una demanda contra mí mismo por no tener dado de alta al personal intruso, que bien podía ser conceptuado de eventual.

No sé cómo pudo ocurrir, pero creo que fue en ese momento cuando me cagué en su puta madre y colgué el teléfono. Luego me tranquilicé y pensé. Como es lógico, tanta incompetencia me hizo temerme lo peor, a saber, rayaduras en los marcos de las ventanas o incluso una cerradura mellada. Decidí pasar a la acción mediante una maniobra de despliegue general, es decir, que dejé pasar unos minutos y volví a llamar, ahora con gran aplomo y determinación en mi tono de voz:

—¡Hola! —dije—. Quizá recuerden que, hace un rato, llamé porque había detectado a un sospechoso merodeando en mi jardín. No hay necesidad de que se den prisa. Ya maté al tipo con un tiro de escopeta del calibre doce que tengo guardada para estas situaciones. El tiro fue a bocajarro, y le dio en la cabeza. Ciertamente que el resultado no es agradable. Me temo que haya salpicaduras en las ventanas. Quizá debería contratar a un equipo de limpieza.

Colgué, fui al salón a servirme un copazo, y estaba dándole el primer sorbo cuando se armó el follón; eché una ojeada y, en efecto, el follón era un hecho: así, de pronto, aparecieron en la calle cinco patrullas de la policía, una dotación de los geos, un helicóptero, dos unidades de bomberos, el defensor del pueblo, el gobernador civil, la señora del gobernador civil, una amiga de la señora del gobernador civil, dos ambulancias, un equipo de reporteros de la primera cadena, otro de la segunda, tres de la tres, cinco de la cuatro, uno de la cinco y toda la redacción de la sexta junto con Emilio Aragón, el Roures y una tía abuela del Roures; vi también a un fiscal del ministerio público, un diputado, dos concejales y un grupo de no sé que derechos de los animales; un gay, dos lesbianas, un representante de la minoría desasistida de los pueblos del mundo, un cura y tres putas llegaron después y se unieron en manifa contra mí por fascista y explotador; no sé que oenegé femenina por un mundo sin celulosa (la regla a pelo, se leía en unas pegatinas que repartían) plantó una tienda en medio de la acera y empezó a vociferar llamándome traficante de armas, vil pederasta, putero, capitalista y masón; noté, con gran disgusto, todo sea dicho, que una pareja de ocupas copulaba furiosamente en un recodo del cenador, pero copulaba mal, como corresponde a esta clase de gente de poca higiene y notoria flojera de entendimiento; además, y lo que me pareció de todo punto intolerable, una cuadrilla de partidarios de Rajoy se había hecho fuerte en la caseta del jardinero, habían colgado una pancarta donde le leía “Losantos al paredón”, y ahora estaban encendiendo una hoguera. En una de esas, se me figuró ver a Rubalcaba merodeando, pero como no estoy seguro, pues no lo digo.

El ladrón, por su parte, que lo era de grado menor, miraba a todos con cara de asombro, no dando el hombre en entender a qué venía aquel despliegue, cuyo tamaño y abundancia hacía pensar que había ido a meterse en algún garito secreto de Botín o en el lavadero de la CNMV, o en el picadero de otro personaje político de gran influencia, o golfo inversionista, o constructor. Lo vi con las manos levantadas, dando grandes voces y suplicando; decía que era un pobre desgraciado, que sólo había entrado para echar una cabezada a cubierto y llevarse algún pomo de latón para venderlo al peso en la chatarrería, y que si esto y que si lo otro. Lo sentí por él, pues nadie le hacía el menor caso; y la cosa no mejoró mucho cuando, tras detenerlo la policía, un tipo con barba, un cámara de la cuatro, creo, se le acercó y le dio una limosna.

Sobreponiéndose al tumulto, un teniente con cara de zanahoria se me acercó para increparme:

—Oiga usted, creí que había dicho que había matado al ladrón.

—Creí que me habían dicho que no había nadie disponible —le contesté.

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