Lo que ocurre –nos dicen ahora los rusoplanistas– es que el Kremlin quiere una guerra larga. ¿Cuánto de larga?
En español, la campaña desinformadora que protagonizan los cómplices del Kremlin celebrando la hipótesis de la guerra larga, entra dentro de lo que llamamos hacer de la necesidad virtud. No es, desde luego, la primera vez que intentan convencernos de cosas parecidas. Los rusoplanistas todavía fingen creer que Rusia no ha tomado Kiev porque no ha querido, y que se ha retirado de Járkov y Jersón porque el dictador del Kremlin ama la paz.
¿Qué ventajas tiene para Moscú la prolongación de la guerra? En el terreno político, ninguna. Putin puede alegrarse de que no se lograra un acuerdo unánime en Suiza sobre el plan de paz de Zelenski. Pero olvida decir que su propio plan, que no es de paz sino de conquista, no ha sido apoyado por nadie.
Con tanto ruido a su alrededor, habrá algunos que quizá hayan olvidado que la propia Crimea, ocupada desde hace ya diez años, solo ha sido reconocida oficial o extraoficialmente como rusa por unos pocos gobiernos parias: los de Corea del Norte y Myanmar, en Asia; Bielorrusia, en Europa; Nicaragua, Cuba, Bolivia y Venezuela, en América; y diversas dictaduras africanas como las de Eritrea, Zimbabue, Sudán, Mali, la República Centroafricana y Burkina Faso. Ninguno de los BRICS ha llevado su apoyo a Rusia más allá de la abstención; y la mayoría de ellos, China incluida, se han mostrado reiteradamente –bien es verdad que solo de palabra– a favor del respeto a la integridad territorial de Ucrania.
Tampoco se ven muchas ventajas para Rusia en el terreno militar. Sus reservas de personal y material son amplias, pero no infinitas. En los primeros meses, Putin podía engañarse sobre la firmeza del apoyo de Occidente a Ucrania. Después de todo, ¡se equivocó en tantas cosas! Pero cada semana aumenta la lista de los gobiernos occidentales que se han comprometido a apoyar a Kiev a largo plazo.
El tiempo todo lo erosiona. El respeto que en los primeros meses imponían las armas nucleares rusas ha desaparecido y, aunque más despacio de lo que sería conveniente, se van atravesando las artificiales líneas rojas –artificiales porque no tienen base alguna en el derecho de la guerra de hoy y de siempre– tras las que el Kremlin intentó hacerse fuerte. Las amenazas de Putin suenan cada vez más histriónicas. ¿Qué ahora va a armar a los enemigos de Occidente? ¿Y quién los armaba hasta ayer? Basta con buscar en internet la lista de usuarios del Ak-47, de los aviones MiG o del RPG-7 y se verá lo que quiero decir.
La próxima línea roja caerá con la tardía llegada a Ucrania de los F-16. ¿Darán los cazas norteamericanos una ventaja decisiva a Zelenski? Desde luego que no, y mucho menos en los números comprometidos. Pero miente Putin cuando asegura que, como dijo en su día de los Patriot o los HIMARS, no servirán de nada. Miente y se contradice, porque en los días pares nos dice que si EE.UU. deja de apoyar a Ucrania –con ese material que los días impares no sirve para nada– la guerra terminará en tres meses. Lo que no nos explica el dictador, acostumbrado a que nadie le pida cuentas, es por qué no ha terminado en el largo período en que el Congreso norteamericano interrumpió la ayuda militar.
Dejemos a Putin con sus contradicciones, que no necesitan explicación. Parece innegable que los dos años de guerra han permitido progresar enormemente al Ejército ucraniano, que ha ido resolviendo muchas de sus carencias de los primeros meses y que ataca blancos militares o industriales bien dentro de Rusia casi todos los días. Con el tiempo, además, Zelenski ha conseguido aprobar por fin una ley de movilización muy necesaria. El mar Negro ha dejado de ser un lago ruso. Pronto habrá aviones enemigos en los cielos de Ucrania. ¿Dónde exactamente ve Moscú la ventaja del tiempo?
Juan Rodríguez Garat
Exalmirante de la Flota
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