No es solo la hipocresía, es la estupidez. Lo dice Hillary Clinton en The New York Times, y hay que agradecérselo. Porque lo que está en juego va mucho más allá de las contradicciones de un político cualquiera: hablamos de un presidente que ha hecho del poder una herramienta de destrucción nacional, no por ideología, sino por simple ineptitud.
Donald Trump no solo ha demostrado un desprecio sistemático por las normas, las instituciones y la ley. Ha ido más lejos: ha demostrado que no entiende el funcionamiento del Estado que pretendía liderar. Su gobierno no fue un error de cálculo, fue un experimento peligroso en gobernar sin brújula, sin principios y, peor aún, sin inteligencia.
Lo grave no es ya que compartiera información clasificada en un chat de grupo con un periodista presente (sí, eso pasó). Lo verdaderamente alarmante es que eso sea solo un eslabón más en una cadena de decisiones absurdas que han puesto en riesgo la seguridad de Estados Unidos y de sus aliados. Desde despedir a quienes protegen las armas nucleares hasta cerrar embajadas en zonas críticas, Trump ha confundido gobernar con provocar. Y gobernar no se hace con rabietas ni tuits.
Como bien advierte la exsecretaria de Estado y senadora estadounidense, el “poder tonto” de Trump ha sustituido a la noción estratégica de “poder inteligente” que debería guiar a cualquier país serio en un mundo interdependiente. Un país que ignora su red diplomática, que desmantela su servicio exterior, que desoye a sus espías y castiga a sus generales está, en realidad, desarmándose desde dentro.
DESDEN POR EL CONOCIMIENTO
No se puede liderar el mundo con desdén por el conocimiento, ni se puede proteger a un país con una mentalidad de show de televisión. Trump ha purgado al aparato del Estado de profesionales preparados solo porque no aplaudían lo suficiente. Ha convertido al Pentágono en escenario de batallas culturales ridículas, mientras Rusia y China avanzan sin ruido pero con firmeza. Ha sustituido el análisis geopolítico por memes y patriotismo de cartón piedra.
El resultado es un Estados Unidos más débil, más aislado y más confuso. Sin alianzas sólidas, sin rumbo exterior, sin respeto internacional. Con una deuda disparada y una moral institucional hecha trizas. Un país que, si sigue por ese camino, ya no podrá liderar el siglo XXI. Ni siquiera podrá seguir jugándolo.
NO ES FORTALEZA ES TEMERIDAD
Trump presume de dureza, pero lo suyo no es fortaleza, es temeridad. No es liderazgo, es teatro. Y los enemigos del país lo saben. Lo saben en Pekín y en Moscú, donde celebran cada embajada que Estados Unidos cierra, cada organismo internacional que abandona, cada paso atrás en los foros globales. Porque lo que Trump no entiende es que el poder no se grita: se construye.
Si Estados Unidos se comporta como una república bananera –con despidos masivos, diplomáticos humillados, leyes ignoradas y una constante guerra contra sus propias instituciones–, entonces pierde no solo su ventaja estratégica, sino su autoridad moral. Pierde lo que lo hacía excepcional. Y sin eso, no quedan ni tanques ni portaaviones que puedan salvarlo.
La candidata del Partido Demócrata a la presidencia de Estados Unidos en 2016 recuerda que liderar es difícil, pero que hay caminos probados. Reformar con inteligencia, no destruir con arrogancia. Invertir en quienes sirven, no insultarlos. Apostar por la diplomacia y el desarrollo, no por el aislamiento y la improvisación. Si Trump sigue así, no será solo una repetición del pasado. Será una condena al futuro.
Porque al final, el problema no es solo que Trump rompa las reglas. El problema es que no tiene ni idea de por qué existen.