Era cuestión de tiempo –de muy poco tiempo- que Mourinho se revolviera contra su club. Hubo un anticipo en su delirante intento de compaginar su trabajo en el Madrid con el de seleccionador de Portugal, capricho que vendió como un acto de servicio a la patria. Lo justificó por la exigencia de su hiperactiva naturaleza, que le impide estar mano sobre mano cuando se detiene el calendario de la Liga española.
Aquel chusco episodio se produjo después de una laboriosa victoria del Madrid en San Sebastián, con dos conferencias de prensa –una en Anoeta y otra en el aeropuerto de Vitoria- que manifestaron su irresistible voluntad de utilizar al periodismo como vehículo de sus obsesiones. No sólo le gusta, sino que recibe el mayor retorno que un gigantesco ego pueda concebir: la consideración de rebelde, dueño de una suprema inteligencia, siempre dispuesto a marcar la agenda del Madrid, de sus rivales, del fútbol y del periodismo. En la mayoría de los casos, se trata de las fatigosas travesuras de un consentido y no del minucioso plan de un genio.
Mourinho es un privilegiado del fútbol, no el rebelde que pretende aparentar. Se trata del entrenador mejor pagado de la historia al frente de un equipo trufado de estrellas, con dos Balones de Oro, cuatro campeones del mundo y varios jugadores que él solicitó. Aunque pretenda aparecer como un mártir, Mourinho es el técnico del club con el mayor presupuesto del fútbol mundial y con el mejor palmarés de la historia. Por mucho que se empeñe, no ha llegado a una institución paria, ni él es un romántico incurable.
Si algo representa Mourinho, es el poder en estado puro, un jerarca con vocación absolutista que ha colocado a Florentino Pérez en una delicada situación. Nunca un presidente tan fascinado por el poder ha concedido tantas atribuciones a un entrenador. Es evidente que la resignación de Florentino Pérez en favor de su entrenador está motivada por las urgencias del Madrid y por la impaciencia del presidente. Contrató a Mourinho porque su historial es lo más parecido a la garantía de éxito.
Con el técnico portugués se produce un fenómeno infrecuente en el fútbol y absolutamente novedoso en el Madrid. Asume su poder de tal forma que ha invertido la relación con el club: el empleado de Mourinho es el Real Madrid, con todo lo que eso supone de subordinación a sus intereses, que él difunde como si fueran los esenciales de una institución que no nació ayer. El Madrid ha sido alguien antes de Mourinho y lo será después, aunque el entrenador no lo tenga muy claro todavía.
No son novedosos ciertos rasgos de la personalidad de Mourinho. Abundan los entrenadores, no todos célebres, que se proclaman guardianes de sus equipos, a los que supuestamente protegen de todo tipo de indignidades, insufrible carga que ellos asumen con el sacrificio de los mártires. A la hora de la verdad pocos entrenadores han dejado más expuestos públicamente a sus futbolistas que Mourinho. Basta recordar los casos de Pedro León y Canales, dos jóvenes jugadores criticados hasta el sarcasmo por su técnico.
Este mecanismo simplón –os defiendo con mi sangre para preservaros del enemigo exterior- pretende dos objetivos: reforzar un gigantesco ego y establecer una deuda moral, cercana a la extorsión, que los futbolistas deberán saldar tarde o temprano, a veces cuando hayan terminado su carrera y el entrenador les exija el pago por su sacrificio. Cualquier disidencia, duda o negativa a participar en el juego se considera una traición. La manipulación es notoria, pero suele funcionar porque el fútbol es muy permeable a estas subordinaciones infantiles y dañinas. Lo son porque el carácter de esta clase de entrenadores invita irremediablemente al ruido, la división y el enfrentamiento. La selección y algunos clubes españoles conocen muy bien este penoso proceso, que suele dejar tierra quemada.
Divisoria fue la conferencia de prensa de Mourinho tras la sufrida victoria ante el Sevilla. Entre otras cosas, dijo estar harto de ser el único defensor del Madrid, exageración que no se corresponde con el rastro de charcos que ha pisado desde su llegada a España. Apenas ha habido una semana en la que el técnico portugués no haya protagonizado algún incidente, la mayoría de ellos innecesarios. A estas alturas ha tenido problemas con un buen número de colegas, con los árbitros y con la UEFA. En la mayoría de los casos, ha pretendido mezclar sus provocadoras travesuras con la idea de un quijote sincero, romántico, víctima de amaños y conspiraciones que le dejan indefenso.
Las declaraciones de Mourinho se distinguieron por su incoherencia. Pidió una reunión con el presidente después de afirmar que hablaba con él todas las semanas. Habló de los méritos del equipo –“un equipo de otro mundo”- y luego dijo que preferiría ver un partido de la Liga vietnamita antes que el horrible encuentro que acababa de presenciar. Sin que nadie le preguntara nada al respecto, aparcó su papel de entrenador para justificar las peticiones económicas de Pepe, cuyo agente es el mismo que le representa a él. Esgrimió un papel con 13 quejas sobre el árbitro, pero evitó cualquier referencia crítica a la actuación de Silvino Louro, uno de sus colaboradores más cercanos, en el desagradable incidente que acabó con el derribo de Agustín Herrerín, delegado de campo del Real Madrid.
Fue una comparecencia intempestiva y desafiante. Mourinho decidió medir su grado de poder en el club y avanzar en la consentida línea que ha mantenido hasta ahora. La diferencia con episodios anteriores –salvo el caso de la selección portuguesa- es que lo hizo en público, con el punto de provocación y victimismo que tanto le motiva y sin ningún interés por la discreción.
Aprovechó un asunto menor –la incompetencia del árbitro, problema que no va a resolver ni el Madrid ni nadie- para escenificar un conflicto con el club, que hasta ahora ha dedicado la mayor parte de sus energías a socorrerle en la mayoría de los incendios que ha provocado. Éste resulta más grave que los anteriores porque cuestiona la actuación de los dirigentes, les exige que se acomoden a su estrategia y convierte a Florentino Pérez en árbitro de un asunto muy feo. Uno de esos asuntos, en definitiva, que definen la trayectoria y la personalidad de Mourinho.