Los devaneos orientalistas han sido lugar común en la historia de occidente. Sus causas permanecen oscuras. Sospechamos que la fascinación por Persia tiene menos que ver con los méritos propios de esa civilización que con la ignorancia de Grecia. Fe contra duda, cimitarra contra compás, muchedumbre contra individuo. Tópicos, sí. Pero los tópicos, como los catálogos de los archivos, configuran la inteligencia, facultan sus procesos. Resulta alarmante que los herederos del ágora clásica incurran de tiempo en tiempo en el torpe embrujo del hechizo y en la barbarie del arcano, como resulta descorazonador ver multitudes del presente buscando respuestas en necios versos emotivos cuando tienen en usufructo el más alto legado cultural de que puede jactarse un pueblo. Ese escrúpulo se incrementa todavía cuando son supuestos intelectuales los que propugnan el método. A su juicio, es preciso celebrar oriente, sus poetas, el ying y el yang y la reencarnación incesante y el eterno retorno y la meditación de... ¿Pero qué meditación, qué pensamiento, qué poesía, qué búsqueda tántrica del yo cabe importar a un mundo cuyos artífices fueron y son la poesía, el pensamiento, la razón y el hombre, sólo el hombre? Puede explicarse:
«En el estudio, en el desarrollo del individuo, en las artes y en las ciencias, en aquello que felizmente nos distingue y nos configura, en todos los campos del conocimiento, surgen a menudo charlatanes venidos desde la impotencia, dispuestos a venderos remedios asombrosos. Se hacen pasar por sabios y eruditos. Se dicen médicos o magos o bien filósofos. Algunos recurren a la cábala. Vienen de lejos, sus acentos son extraños. Que no os engañen: nacieron entre vosotros, perezosos, resentidos; abominaron de vuestros goces y de vuestras leyes; odiaron a sus maestros, se comprendieron mediocres y renegaron. Viajaron hace tiempo: aventureros, se fueron de un mundo donde no eran nadie y regresan hoy cargados de espejismos y respuestas. Sus ropajes son ahora distinguidos; sus rostros, atezados. Pero siguen sin ser nadie. Los más impresionables acuden a sus mercados: allí, junto a las especias almacenadas con codicia, entre una barahúnda que aturde los sentidos, ofrecen ritos y exotismo, nuevos estupores, discretas sabidurías, palabras misteriosas, libros fascinantes, parajes de ensueño. Os diré: espejos y baratijas: reclamos para monos. Comprad si os place, pero sabed que compráis polvo a precio de plata, vosotros, los afortunados, los mismos a quienes fue legado el infinito tesoro de Grecia».
La cita es de Rotherio Carso
(Melancólicas, XXI, 7); tiene casi cinco siglos de antigüedad, aunque eso —y lo lamentamos— no la hace menos vigente. Por lo pronto y en nuestra época, hasta el mercader peor adiestrado sabe lo esencial: que se puede vender cualquier cosa, a cualquier precio y de cualquier manera, que se puede vender de todo a quienes son capaces de pagar fortunas a los psiquiatras para que les enseñen lo mismo que sus antepasados griegos escribieron hace dos mil quinientos años en el frontón del templo de Apolo, en Delfos: «Conócete a ti mismo», «Sé tú mismo».
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