Como resumen, quisiera expresar este Magistrado en esta su última sentencia que, como miembro activo de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, dicta y ello debido a su jubilación forzosa, que si en conciencia estimara culpable al acusado, como dijo el Rey Prudente, él mismo llevaría la leña al fuego. Tengo la convicción de la inocencia del Sr. Gómez de Liaño, respecto a los delitos que se le imputan, le juzgo empecinado, en terminología del Excmo. Sr. Fiscal de la causa, convencido de estar en posesión de la verdad, pudiendo aparecer como iluminado, pero honesto en el auténtico sentido anglosajón de esta palabra.
También me siento totalmente acorde con lo expuesto por el Excmo. Sr. Fiscal de Sala en su informe en el acto de la vista de este juicio, relativo a que se ha pretendido a ultranza deslegitimar el caso Sogecable y ello no es de recibo. Existió una apariencia, una vehemente sospecha de diversos delitos y sí concluyó, tras una inaudita recusación del Instructor, con una lenta desactivación y consunción para lograr el archivo total, lo que empece a que pueda reabrirse de nuevo la causa, ello no permite trasplantar sin más esta situación actual a los primeros momentos de la actividad procesal, tras la denuncia. Había que investigar, existía la obligación de averiguar la realidad de los hechos denunciados y sus implicaciones punibles. Las resoluciones del acusado que ahora se enjuician, se califican como sinrazón y como genuina conducta prevaricadora, determinadas por afán de vindicta,
sin apoyo probatorio alguno, pero la situación se desquicia aún más por alguna acusación cuando se pretende apoyar en un anómalo testimonio para sostener que todo obedece a una conjura o conspiración para la persecución de enemigos políticos. Lógicamente mis compañeros de Tribunal no han seguido tal tesis, que con claridad sólo se deduce de la acusación popular.
Lo real, lo objetivo, lo acreditado, lo que consta de la causa y resulta comprensible para todos es que el acusado ha podido ser vehemente en su cometido, incluso carente de la necesaria autocrítica, pero que, ni ha dictado resoluciones chirriantes en sí mismas, ni en su intención perseguía otro fin torticero o prevaricador. No se encuentra en tales autos la patente y manifiesta injusticia que se precisa que concurra en su aspecto objetivo para poder alcanzar la tipicidad del art. 456.
Tampoco aflora de los datos fácticos destilados por la prueba la voluntad del imputado de perseguir o pretender torcidos designios, antes al contrario, puede que no su acierto, pero sí su buena fe y creencia de obrar rectamente se proclaman y ponen en evidencia en datos tales, como el oír al Fiscal sobre si la Sección de la Sala de lo Penal, su superior funcional, había prevaricado en su resolución revocatoria. Ello demuestra la veracidad de su creencia de actuar rectamente. Tal conducta, censurable sin duda, aparece irrelevante en un Derecho Penal del hecho y no del autor y demuestra, una vez más, que la mera ilegalidad no puede motejarse de prevaricadora cuando no alcanza la entidad que la doctrina jurisprudencial exige para ello y cuando el propio sujeto estima justas y correctas sus resoluciones.
Tiene este Magistrado, en seguimiento del viejo consejo latino de "respice finem" de mirar y atender al fin de nuestros actos y de nuestra conducta, que el cambio interpretativo que de la tipicidad prevaricadora realizan mis compañeros de Tribunal pueda tener peligrosas consecuencias, no sólo con relación al acusado, sino en general. En cuanto a lo primero, ya ha quedado expuesta la tradicional, centenaria, constante y sin fisuras doctrina del Tribunal Supremo (Sala II). Juzgo que se han apartado de tal doctrina para el enjuiciamiento de este supuesto y ello lo manifiesto con todo afecto y respeto hacia mis colegas de Tribunal. Están equivocados por la interpretación de la jurisprudencia que realizan. Pero juzgo que las consecuencias para la función judicial van a ser trascendentes. Esta vieja doctrina pretendía en su ratio y madurez, proteger la importante función de juzgar y de instruir y liberarla de temores nocivos y de recelos enervantes de su fundamental cometido. Ya ha existido un primer paso, la supresión del Antejuicio derogado por la Ley Orgánica de 2 de mayo de 1995, del Tribunal de Jurado. Esta resolución, al proceder de quien dimana, la Sala Penal del propio Tribunal Supremo, puede constituir el siguiente. Ya se ha puesto de relieve por los Tribunales Superiores de Justicia la abusiva e indebida utilización de querellas contra Jueces y Magistrados. El propio auto de esta Sala Segunda de 20 de diciembre de 1995 lamenta la frecuente presentación de querellas y denuncias de toda índole, incluso por personas no afectadas por los supuestos hechos delictivos que describen, contra personas aforadas y entre ellos desde Magistrados del Tribunal Constitucional, Supremo, Audiencia Nacional y Tribunales Superiores de Justicia y en el mismo sentido se manifiestan los autos de 12 de junio de 1995 y 30 de septiembre de 1996. Ello propiciará la utilización torticera del proceso penal, tanto para apartar al Juez no cómodo del asunto y prefabricando así una causa de recusación o como venganza y represalia de resoluciones no favorables. Otro tanto ocurre en la Sala del art. 61 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, pero si se cuartea la clara doctrina jurisprudencial las consecuencias resultarán fatales para la justicia.