Los bienes amortizados eran aquellos que no se podían vender o enajenar por contrato de adquisición o donación. Llamarlos genéricamente "improductivos" es injusto, porque había de todo. La incautación de aquellos bienes (sin indemnización) por el Estado, a órdenes religiosas, clero secular, nobleza o municipios, para introducirlos en el mercado librecambista generó una venta masiva de entre el 10-15% de todo el terreno y propiedades de España en apenas 15 años. Por ese motivo, la mayoría de propiedades se malvendieron, entre la mitad y un tercio de su valor, y la mayoría fue a parar a una clase reducida de grandes propietarios y alta nobleza adicta al régimen, cual era la verdadera intención del legislador.
La desamortización de Mendizabal se hizo con el expreso deseo (literal en la ley) de financiar, con lo obtenido de la venta, la guerra contra los carlistas. Las condiciones de los aparceros de bienes amortizados, que tenían garantizado su sustento a cambio de un pequeño porcentaje de los frutos de su trabajo, cambiaron catastróficamente al desamortizarlos, pues los nuevos propietarios los convirtieron en colonos sometidos a unas condiciones más duras, preocupados únicamente del beneficio y no de las condiciones de vida de los trabajadores. Muchos se empobrecieron o fueron expulsados de sus tierras. Está demostrado que la importante inmigración interior y posteriormente exterior de España está relacionada con la expulsión de cientos de miles de aparceros. La mayoría fueron a parar a las incipientes industrias urbanas, en las condiciones conocidas por todos.
Así pues, la desamortización, lejos de promover la modernización y mejora de las condiciones sociales, fue la causa del incremento vertiginoso de las diferencias entre ricos y pobres, la aparición del capitalismo del XIX y la clase del proletariado, con sus secuelas de sindicalismo, movimiento socialista y anarquista y conflictos sociales tan abundantes a finales del XIX y principios de XX en nuestro país. Los gobiernos liberales comenzaron por desamortizar a las órdenes religiosas, que no sólo poseían conventos y tierras de cultivo, sino también hospitales, escuelas o instituciones benéficas, orientadas sobre todo a los más necesitados. Todos esos inmuebles entraron en el circuito de compraventa y las clases más desfavorecidas quedaron desamparadas de aquellos servicios de comedor, asistencia sanitaria y educación que las órdenes religiosas les prestaban. Si no se conocen todas estas cosas, no se entenderá el apoyo popular tan amplio que el carlismo (que se oponía a las desamortizaciones) gozó en España, sobre todo en el área rural, durante todo el siglo XIX. La pérdida de patrimonio artístico religioso inmueble y mueble, entre el saqueo de las tropas napoleónicas o la especulación e incuria de los nuevos propietarios de la desamortización, fue incalculable para España en apenas 50 años.